Los soldados llevaron a Jesús al patio del cuartel general, lo vistieron con un manto púrpura y armaron una corona con ramas de espinos y se la pusieron en la cabeza.
Entonces lo saludaban y se mofaban: “Viva el rey de los judíos”. Lo golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían y se ponían de rodillas para adorarlo burlonamente. Cuando al fin se cansaron, lo llevaron para crucificarlo.
Parece imposible imaginar a Jesús mirando a los ojos de sus torturadores y decidir amarles a pesar de todo. Pero así sucedió: “A lo suyo vino y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11).
Jesús padeció, no solamente con los clavos de la cruz, sino también con el desamor, la ingratitud y el menosprecio de la gente. Sus heridas no solo marcaron sus manos y sus pies, sino también lo profundo de su corazón.
Aun así, él estaba determinado a amar como nunca antes se había visto aquí en la tierra, a justos e injustos, a sanos y a enfermos, a judíos y extranjeros, a nobles y humildes, a sus seguidores y aun a sus propios asesinos.
De tal manera que no hay nada que podamos hacer para detener su amor por nosotros; jamás podremos defraudarle a tal punto que él cierre su corazón a nuestro favor.
Todo esfuerzo por alejarnos de él hace que él se empecine más por buscarnos y amarnos.

VERSÍCULO DEL DÍA:
“Entonces lo saludaban y se mofaban: ¡Viva el rey de los judíos! Y lo golpeaban en la cabeza con una caña de junco, le escupían y se ponían de rodillas para adorarlo burlonamente. Cuando al fin se cansaron de hacerle burla, le quitaron el manto púrpura y volvieron a ponerle su propia ropa. Luego lo llevaron para crucificarlo”.
— Marcos 15:18-20
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