Cuando Jesús llegó a Jerusalén, le advirtieron que se fuera, porque Herodes, el gobernador, quería matarle.
El Señor sabía que le quedaba poco tiempo, y decidió quedarse para liberar a los cautivos y sanar a los enfermos, y así culminar su obra.
Jesús amaba entrañablemente a su pueblo, tal como ama a toda la humanidad. Su amor es benigno, pero también es sufrido.
En pleno corazón de la ciudad pronunció estas palabras: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados.
Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste”.
De esta manera amó y advirtió Jesús a un pueblo que le rechazaba.
Lo cierto es que, “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron. Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:11-12).
El Señor no dudó en arriesgar su propia vida hasta alcanzar al último de los suyos. Su amor es infinito e incondicional: Jamás haremos que nos ame menos, jamás haremos que nos ame más. Solo nos queda rendirnos y dejarnos alcanzar.

VERSÍCULO DEL DÍA:
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos debajo de las alas, y no quisiste!”
— Mateo 23:37
Comparte la meditación del día con tus amigos en las redes sociales. Un mensaje oportuno puede marcar la diferencia en su camino.











Deja un comentario