Estaba Jesús en una casa completamente llena predicando la Palabra de Dios. Allí llegaron cuatro hombres cargando a un paralítico en una camilla.
Como no podían llevarlo hasta Jesús, abrieron un agujero en el techo. Luego bajaron al hombre en la camilla, justo delante del Salvador.
Al ver la fe de ellos, el Señor le dijo al paralítico: “Hijo mío, tus pecados son perdonados”.
La multitud estaba doblemente sorprendida. No solo por la entrada aparatosa de este hombre, sino por la reacción de Jesús.
El Salvador pudo observar que este hombre, más allá de caminar, necesitaba imperiosamente el perdón de Dios. Había pasado muchos años postrado, y su corazón se había llenado de rencor y amargura.
Era necesario que el primer milagro sucediera en su interior, para luego dar paso al milagro de volver a caminar. Aquel hombre regresó a su casa perdonado por Dios y tomando en sus brazos su camilla.
La enfermedad puede llegar a ser solo la parte visible de una crisis. Detrás de toda dolencia hay un alma que sufre, un corazón propenso a contaminarse de amargura, una sensación de abandono y miedo. Necesitamos orar por un doble milagro de Jesús en cada caso.

VERSÍCULO DEL DÍA:
“Al ver la fe de ellos, Jesús le dijo al paralítico: “Hijo mío, tus pecados son perdonados”.
— Marcos 2:5
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