En una oportunidad, un leproso salió al encuentro de Jesús, se arrodilló ante Él y le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”.
Un leproso en esos tiempos era una persona totalmente rechazada. La gente se horrorizaba al verlos, y su único destino era el confinamiento, la oscuridad y la vergüenza.
Su tema era físico, pero también involucraba el alma. Estas son las dos fuentes que pueden hacernos sentir avergonzados. A veces es una enfermedad, a veces es algo grave que hicimos, a veces es un fracaso que nos lleva a apartarnos de los demás.
Este hombre optó por hacer lo único que le quedaba: Se humilló ante Jesús y pidió ser limpiado. Y Dios nunca es indiferente al corazón contrito y humillado.
Entonces, Jesús tuvo misericordia de él, se identificó con su dolor, extendió su mano y le tocó, para devolverle el valor y dignidad que había perdido.
Finalmente, este hombre fue sanado; atrás quedó su vergüenza, dejó de caminar por las sombras y volvió a ser un hombre sociable.
¿En qué punto de la historia estás? Tal vez, al inicio, cargando una vergüenza por cosas que ya no puedes cambiar; o estás en el medio, a punto de dar el gran paso, el de traer todas tus culpas, todo tu dolor, todo aquello que te causó vergüenza, a los pies del Salvador.

VERSÍCULO DEL DÍA:
“Y he aquí vino un leproso y se postró ante él, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció”.
— Mateo 8:2-3
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