Caminaba Jesús por la ciudad, y vio a un recaudador de impuestos llamado Mateo, sentado en el banco de los tributos públicos.
La gente repudiaba a estos recaudadores porque servían al Imperio Romano, que los conquistó. Ellos exigían mucho más de lo que pedía la ley, obteniendo grandes ganancias.
Jesús le dijo: “Sígueme”. Y Mateo, dejándolo todo, se levantó y le siguió.
La conversión de Mateo es impresionante, porque deja de lado sus riquezas materiales de forma inmediata, para buscar algo mucho más grande en el Reino de Dios.
Las riquezas de Mateo, aunque valiosas para él, eran efímeras, pasajeras: Concluirían al diluirse o al morir él. Para muchos, las riquezas son monedas, personas, reputación, estabilidad o estatus. Todo ello puede estar o desaparecer, según las circunstancias.
Necesitamos algo más estable e inamovible, cuyo valor no se deteriore con el tiempo, y que se constituya nuestra verdadera riqueza. Luego, todo lo demás ocupará su real valor.
Mateo se encontró con Jesús, con el Reino de Dios, conoció algo más grandioso, y reordenó sus prioridades. Celebró un gran banquete con el Salvador e invitó a sus parientes y amigos.
Jesús dijo: “Hagan tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón”.

VERSÍCULO DEL DÍA:
“Pasando Jesús de allí, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme. Y se levantó y le siguió”.
— Mateo 9:9
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